Liturgia de las horas

Oficio de Lecturas

V. Señor, ábreme los labios.
R. 
Y mi boca proclamará tu alabanza.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

INVITATORIO

Ant. Verdaderamente ha resucitado el Señor. Aleluya.

Salmo 94

Venid, aclamemos al Señor,
demos vítores a la Roca que nos salva;
entremos a su presencia dándole gracias,
aclamándolo con cantos.

Porque el Señor es un Dios grande,
soberano de todos los dioses:
tiene en su mano las simas de la tierra,
son suyas las cumbres de los montes.
Suyo es el mar, porque él lo hizo,
la tierra firme que modelaron sus manos.

Venid, postrémonos por tierra,
bendiciendo al Señor, creador nuestro.
Porque él es nuestro Dios,
y nosotros su pueblo,
el rebaño que él guía.

Ojalá escuchéis hoy su voz:
"No endurezcáis el corazón como en Meribá,
como el día de Masá en el desierto:
cuando vuestros padres me pusieron a prueba,
y dudaron de mí, aunque habían visto mis obras."

Durante cuarenta años
aquella generación me repugnó, y dije:
"Es un pueblo de corazón extraviado,
que no reconoce mi camino;
por eso he jurado en mi cólera
que no entrarán en mi descanso."

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Verdaderamente ha resucitado el Señor. Aleluya.

HIMNO

¡Cristo ha resucitado!
¡Resucitemos con él!
¡Aleluya, aleluya!
 
Muerte y Vida lucharon,
y la muerte fue vencida.
¡Aleluya, aleluya!
 
Es el grano que muere
para el triunfo de la espiga.
¡Aleluya, aleluya!
 
Cristo es nuestra esperanza
nuestra paz y nuestra vida.
¡Aleluya, aleluya!
 
Vivamos vida nueva,
el bautismo es nuestra Pascua.
¡Aleluya, aleluya!
 
¡Cristo ha resucitado!
¡Resucitemos con él!
¡Aleluya, aleluya! Amén.

SALMODIA

Ant. 1. Nos diste, Señor, la victoria sobre el enemigo; por eso damos gracias a tu nombre. Aleluya.

Salmo 43
ORACIÓN DEL PUEBLO EN LAS CALAMIDADES
En todo vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado (Rom 8, 37).
I

Oh Dios, nuestros oídos lo oyeron,
nuestros padres nos lo han contado:
la obra que realizaste en sus días,
en los años remotos.
 
Tú mismo con tu mano desposeíste a los gentiles,
y los plantaste a ellos;
trituraste a las naciones,
y los hiciste crecer a ellos.
 
Porque no fue su espada la que ocupó la tierra,
ni su brazo el que les dio la victoria,
sino tu diestra y tu brazo y la luz de tu rostro,
porque tú los amabas.
 
Mi rey y mi Dios eres tú,
que das la victoria a Jacob:
con tu auxilio embestimos al enemigo,
en tu nombre pisoteamos al agresor.
 
Pues yo no confío en mi arco,
ni mi espada me da la victoria;
tú nos das la victoria sobre el enemigo
y derrotas a nuestros adversarios.
 
Dios ha sido siempre nuestro orgullo,
y siempre damos gracias a tu nombre.

Ant. Nos diste, Señor, la victoria sobre el enemigo; por eso damos gracias a tu nombre. Aleluya.

Ant. 2. Perdónanos, Señor, y no entregues tu heredad al oprobio. Aleluya.

II

Ahora, en cambio, nos rechazas y nos avergüenzas,
y ya no sales, Señor, con nuestras tropas:
nos haces retroceder ante el enemigo,
y nuestro adversario nos saquea.
 
Nos entregas como ovejas a la matanza
y nos has dispersado por las naciones;
vendes a tu pueblo por nada,
no lo tasas muy alto.
 
Nos haces el escarnio de nuestros vecinos,
irrisión y burla de los que nos rodean;
nos has hecho el refrán de los gentiles,
nos hacen muecas las naciones.
 
Tengo siempre delante mi deshonra,
y la vergüenza me cubre la cara
al oír insultos e injurias,
al ver a mi rival y a mi enemigo.

Ant. Perdónanos, Señor, y no entregues tu heredad al oprobio. Aleluya.

Ant. 3. Levántate, Señor, y redímenos por tu misericordia. Aleluya.

III

Todo esto nos viene encima,
sin haberte olvidado
ni haber violado tu alianza,
sin que se volviera atrás nuestro corazón
ni se desviaran de tu camino nuestros pasos;
y tú nos arrojaste a un lugar de chacales
y nos cubriste de tinieblas.
 
Si hubiéramos olvidado el nombre de nuestro Dios
y extendido las manos a un dios extraño,
el Señor lo habría averiguado,
pues él penetra los secretos del corazón.
 
Por tu causa nos degüellan cada día,
nos tratan como a ovejas de matanza.
Despierta, Señor, ¿por qué duermes?
Levántate, no nos rechaces más.
¿Por qué nos escondes tu rostro
y olvidas nuestra desgracia y opresión?
 
Nuestro aliento se hunde en el polvo,
nuestro vientre está pegado al suelo.
Levántate a socorrernos,
redímenos por tu misericordia.

Ant. Levántate, Señor, y redímenos por tu misericordia. Aleluya.

VERSÍCULO

V. En tu resurrección, oh Cristo. Aleluya.
R. El cielo y la tierra se alegran. Aleluya.

PRIMERA LECTURA 

Año I:

De la primera carta del apóstol san Juan 3, 1-10
SOMOS HIJOS DE DIOS

Queridos hermanos: Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce a nosotros, porque no lo ha conocido a él. Queridos hermanos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos cual es.
Todo el que tiene esta esperanza en él se vuelve santo como él es santo. Todo el que comete pecado traspasa también la ley, porque el pecado es la transgresión de la ley. Sabéis que él apareció para borrar los pecados, y que en él no hay pecado. Quien permanece en él no peca. Quien comete pecado ni lo ha visto ni lo ha conocido a él. Hijos míos, que nadie os engañe. Quien obra la justicia es justo, como él es justo. Quien comete el pecado es del diablo, pues el diablo peca desde el principio. Y para esto apareció el Hijo de Dios, para destruir las obras del diablo. Quien ha nacido de Dios no comete pecado, porque su germen permanece en él; y no puede pecar, porque ha nacido de Dios. En esto se reconocen los hijos de Dios y los hijos del diablo: quien no obra la justicia no procede de Dios, como tampoco quien no ama a su hermano.

RESPONSORIO 1 Jn 3, la. 2

V. Mirad qué amor nos ha tenido el Padre 
R. Para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! Aleluya.
V. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.
R. Para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! Aleluya.

Año II:

De los Hechos de los apóstoles 22, 22-23, 11
PABLO ANTE EL CONSEJO DE ANCIANOS

En aquellos días, los judíos que estaban escuchando a Pablo comenzaron a gritar: «¡Muera, muera ese infame!; que no merece vivir.»
Y como continuaban con sus gritos, agitando con furia los mantos y tirando tierra al aire, mandó el tribuno que lo introdujesen en la fortaleza; al mismo tiempo, ordenó que le aplicasen el tormento para tomarle declaración y averiguar la causa de aquel alboroto que se levantaba contra Pablo. Así que lo sujetaron con correas para azotarlo, dijo Pablo al centurión que estaba presente: «¿Os es lícito azotar a un ciudadano romano, y además sin haberlo juzgado siquiera?»
Ante estas palabras, corrió el centurión a comunicarlo al tribuno, diciéndole: «¿Qué vas a hacer? Este hombre es ciudadano romano.»
Acudió en seguida el tribuno y preguntó a Pablo: «Dime, ¿eres tú ciudadano romano?»
Él contestó: «Sí.»
Y el tribuno añadió: «Una fuerte suma me costó esta ciudadanía.»
Pablo le replicó: «Pues yo la tengo por nacimiento.»
Al instante se retiraron los que iban a aplicarle el tormento para tomarle declaración; y el mismo tribuno cobró miedo, al darse cuenta de que era ciudadano romano y que lo había hecho encadenar. Al día siguiente, queriendo saber con certeza de qué le acusaban los judíos, hizo quitar las cadenas a Pablo y ordenó que se reuniesen los sacerdotes y el Consejo de ancianos en pleno. Luego bajó a Pablo y lo hizo comparecer ante ellos. Pablo, con los ojos fijos en el Consejo, dijo: «Hermanos, hasta hoy yo siempre me he portado con toda rectitud de conciencia ante Dios.»
El sumo sacerdote Ananías mandó a los que estaban junto a él que lo hiriesen en la boca. Pablo entonces, dirigiéndose a él, exclamó: «Dios te herirá a ti, pared blanqueada. ¿Cómo es que te sientas para juzgarme según la ley y, violando tú la ley, mandas que me hieran?»
Los presentes exclamaron: «¿Así insultas al sumo sacerdote de Dios?»
Pablo contestó: «Hermanos, no sabía que era el sumo sacerdote. Pues dice la Escritura: "No insultarás al príncipe de tu pueblo.»
Luego, conociendo Pablo que una parte del Consejo eran saduceos y la otra fariseos, exclamó en alta voz en medio de la asamblea: «Hermanos, yo soy fariseo e hijo de fariseos. Por defender mi esperanza en la resurrección de los muertos me encuentro ahora procesado.»
Ante estas palabras, se originó una discusión entre saduceos y fariseos, y se dividió la asamblea. Porque los saduceos dicen que no hay resurrección, ni ángeles, ni espíritus; los fariseos, en cambio, profesan lo uno y lo otro. En medio de un gran griterío, se levantaron algunos doctores de la secta de los fariseos y aumentaron la violenta polémica, protestando: «No hallamos culpa alguna en este hombre. ¿Y quién sabe si le ha hablado algún espíritu o algún ángel?»
Como el alboroto iba creciendo, temió el tribuno que despedazasen a Pablo; entonces, ordenó que bajase la tropa y que, sacando a Pablo de en medio de ellos, lo llevase a la fortaleza. A la noche siguiente, el Señor se apareció a Pablo y le dijo: «Ten ánimo. Como has dado testimonio de mí en Jerusalén, has de darlo también en Roma.»

RESPONSORIO Cf. Hch 23, 11; 26, 18b

V. Dijo el Señor: «Ten ánimo. Como has dado testimonio de mí en Jerusalén, 
R. Has de dar testimonio en Roma.» Aleluya.
V. Para que por la fe en mí reciban el perdón de los pecados y su parte en la herencia de los justos.
R. Has de dar testimonio en Roma. Aleluya.

SEGUNDA LECTURA

De los sermones de san León Magno, papa.
(Sermón 2 sobre la Ascensión del Señor, 1-4: PL 54, 397-399)
LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR AUMENTA NUESTRA FE

Así como en la solemnidad de Pascua la resurrección del Señor fue para nosotros causa de alegría, así también ahora su ascensión al cielo nos es un nuevo motivo de gozo, al recordar y celebrar litúrgicamente el día en que la pequeñez de nuestra naturaleza fue elevada, en Cristo, por encima de todos los ejércitos celestiales, de todas las categorías de ángeles, de toda la sublimidad de las potestades, hasta compartir el trono de Dios Padre. Hemos sido establecidos y edificados por este modo de obrar divino, para que la gracia de Dios se manifestara más admirablemente, y así, a pesar de haber sido apartada de la vista de los hombres la presencia visible del Señor, por la cual se alimentaba el respeto de ellos hacia él, la fe se mantuviera firme, la esperanza inconmovible y el amor encendido. En esto consiste, en efecto, el vigor de los espíritus verdaderamente grandes, esto es lo que realiza la luz de la fe en las almas verdaderamente fieles: creer sin vacilación lo que no ven nuestros ojos, tener fijo el deseo en lo que no puede alcanzar nuestra mirada. ¿Cómo podría nacer esta piedad en nuestros corazones, o cómo podríamos ser justificados por la fe, si nuestra salvación consistiera tan solo en lo que nos es dado ver? Así, todas las cosas referentes a nuestro Redentor, que antes eran visibles, han pasado a ser ritos sacramentales; y, para que nuestra fe fuese más firme y valiosa, la visión ha sido sustituida por la instrucción, de modo que, en adelante, nuestros corazones, iluminados por la luz celestial, deben apoyarse en esta instrucción.
Esta fe, aumentada por la ascensión del Señor y fortalecida con el don del Espíritu Santo, ya no se amilana por las cadenas, la cárcel, el destierro, el hambre, el fuego, las fieras ni los refinados tormentos de los crueles perseguidores. Hombres y mujeres, niños y frágiles doncellas han luchado, en todo el mundo, por esta fe, hasta derramar su sangre. Esta fe ahuyenta a los demonios, aleja las enfermedades, resucita a los muertos. Por esto los mismos apóstoles, que, a pesar de los milagros que habían contemplado y de las enseñanzas que habían recibido, se acobardaron ante las atrocidades de la pasión del Señor y se mostraron reacios en admitir el hecho de su resurrección, recibieron un progreso espiritual tan grande de la ascensión del Señor, que todo lo que antes les era motivo de temor se les convirtió en motivo de gozo. Es que su espíritu estaba ahora totalmente elevado por la contemplación de la divinidad, sentada a la derecha del Padre; y al no ver el cuerpo del Señor podían comprender con mayor claridad que aquel no había dejado al Padre, al bajar a la tierra, ni había abandonado a sus discípulos, al subir al cielo.
Entonces, amadísimos hermanos, el Hijo del hombre se mostró, de un modo más excelente y sagrado, como Hijo de Dios, al ser recibido en la gloria de la majestad del Padre, y, al alejarse de nosotros por su humanidad, comenzó a estar presente entre nosotros de un modo nuevo e inefable por su divinidad.
Entonces nuestra fe comenzó a adquirir un mayor y progresivo conocimiento de la igualdad del Hijo con el Padre, y a no necesitar de la presencia palpable de la substancia corpórea de Cristo, según la cual es inferior al Padre; pues, subsistiendo la naturaleza del cuerpo glorificado de Cristo, la fe de los creyentes es llamada allí donde podrá tocar al Hijo único, igual al Padre, no ya con la mano, sino mediante el conocimiento espiritual.

RESPONSORIO Hb 8, 1; 10, 22. 23

V. Tenemos un sumo sacerdote que está sentado a la diestra del trono de la Majestad en los cielos.
R. Acerquémonos con sinceridad de corazón, con plenitud de fe, purificados los corazones de toda mancha de que tengamos conciencia. Aleluya.
V. Mantengamos firmemente la profesión de nuestra esperanza, porque fiel es Dios que nos hizo las promesas.
R. Acerquémonos con sinceridad de corazón, con plenitud de fe, purificados los corazones de toda mancha de que tengamos conciencia. Aleluya.

ORACIÓN

Oh Dios, que nos haces partícipes de la redención, concédenos vivir siempre la alegría de la resurrección de tu Hijo. Él que vive y reina contigo.

CONCLUSIÓN

V. Bendigamos al Señor.
R. Demos gracias a Dios.

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